sábado, 28 de agosto de 2010

La llamada

Después de que ella se regodeara dándome toda clase de detalles, mientras me mostraba todas aquellas fotografías intenté aparentar calma, llamé al camarero y le pedí un té de frutas. Finalmente, terminó su historia y yo elegí una de aquellas fotos, que ella me ofrecía como regalo. Regalo que acepté falsamente encantada.
Siempre fui así, tú lo sabes, demasiado educada y tan de guardar las formas. Me repetía (como para convencerme) que todo aquello no me importaba: lo único importante era mi secreto. Distraje la rabia que aquel ser me producía, pensando en él, en que dentro de poco ya no podría seguir ocultándolo. Fantaseé imaginando la cara de mis familiares, la de mis amigos, cuando supieran la noticia. Tú volabas en ese mismo momento hacia otro continente. Y ya no formabas parte de mi vida; ni de la de ella por lo visto y oído.
Las lágrimas se mezclaron con los vómitos y las nauseas, recordando el relato de aquella mujer. Las imágenes se agolparon en mi cabeza y quemaron mis entrañas. Finalmente, con un regusto amargo y ácido en mi boca, me dormí, rendida por el llanto.
Tu foto (su regalo), entre mis manos. Tu imagen… tan sonriente como desnuda.
Me despertó el sonido del móvil. Con la omnisciencia del semisueño, en un segundo, me pareció verte en tu avión: al mismo tiempo, aparecía tu nombre en la pantallita del teléfono (algo totalmente imposible, ya que yo lo había borrado de la agenda) y vi cómo amanecía un nuevo día, hiriendo con su luz mis ojos. Esa imagen del día naciendo… ¡Qué gran paradoja!
-Hola
-Sí. ¿Quién es?
Claro que yo lo sabía y por eso la cama se había convertido en un enorme agujero por el cual caía y caía como Alicia corriendo tras del conejo blanco.
-Soy yo, Carol: Matías.
-Ah, Mati…
-No cuelgues.
-Tengo que hacerlo.
-Carol, tengo que hablar contigo.
-¿Sí, Mati?
-Tengo que decirte tantas cosas, Carol.
-Bueno, Mati.
-¿Sigues…sigues enfadada?
-No. Estoy triste.
-Eso me duele.
-¿Te duele? ¿Dónde estás?
-Eso no importa. Necesito que me salves -como el poema de Benedetti: no cambias pensé -. Necesito tu perdón.
-No, Matías, no te perdono.
-Carol…
-¿Sí, Mati?
-¿No me perdonas?
-No, Mati, ya para qué, de qué te sirve…se perdona si se ama…
-Carol…
Tu voz sonaba extraña. Cierto que llevaba meses sin hablar contigo, pero detrás de tu voz todo era silencio; un silencio vacío.
-Sé que estás embarazada… También sé… Sé que es una niña.
La sorpresa se convirtió en rabia recordando la escena de la cafetería. Y aunque intenté decirte algo, no logré articular palabra.
-…
-También sé que te irá bien con tu novela. Olvídate de todo y perdóname. Carol, rompe la foto, por favor…
-Matías, ¿cómo sabes…?
-Me tengo que ir, Carol…Dime que me perdonas…
-No, Mati…
Tu voz era rara. No obstante, me sonó cálida, como si de pronto estuvieras en la cama y me abrazaras, hablándome al oído. Sonó el despertador: eran las ocho y treinta.
-¿Dónde estás, Mati?
-Me tengo que ir…Tu perdón, Carol
-Dime. ¿Cómo sabías…?
-…
-¡Mati…!
-…
-¡Matías…!
-…
Eran más de las ocho y media y yo llegaba tarde al trabajo. ¿Me habías estado espiando? ¿Cómo diablos sabías lo de mi embarazo, lo de mi novela? Y lo de la niña… Eso lo desconocía hasta yo. Lo de la foto… Seguro que te lo dijo tu amante (menuda alcahueta).
Mientras me vestía recordé un cuento que leímos juntos. En él se relataba la historia de un matrimonio. El marido era un tipo carne de presidio, que abandona a su mujer con un niño recién nacido. Ella tiene que trabajar duro para sacar al bebé adelante. Lava y plancha ropa para los demás. “A Delia le dolían las manos. Como vidrio molido, la espuma del jabón se enconaba en las grietas de su piel, ponía en los nervios un dolor áspero trizado de pronto por lancinantes aguijonazos. Delia hubiera llorado sin ocultación, abriéndose al dolor como a un abrazo necesario. No lloraba porque una secreta energía la rechazaba en la fácil caída del sollozo; el dolor del jabón no era razón suficiente, después de todo el tiempo que había vivido llorando por Sonny, llorando por la ausencia de Sonny. Hubiera sido degradarse, sin la única causa que para ella merecía el don de sus lágrimas. Y además estaba allí Babe, en su cuna o gateando sobre la raída alfombra; y la ausencia de Sonny, presente en todas partes, como son las ausencias”.

Había quedado con mi editor para comer ese mismo día: teníamos que ultimar algunos detalles de mi novela. Lo vi nada más pisar el restaurante, ocupaba una mesa al lado de uno de los grandes ventanales que daban a la bahía. La vista desde la planta veinticinco era impresionante. Era el restaurante de moda, en el hotel más emblemático de la ciudad. La comida era buena, pero escasa, tan minimalista como la decoración. Tampoco me importó demasiado, las molestias a causa del embarazo, los nervios de la publicación, la escena de la cafetería, tu sorprendente llamada no ayudaron mucho a mejorar mi apetito.

De vuelta a la redacción del periódico, presté atención a las últimas noticias del accidente aéreo. Desde la mañana había sido el único tema de conversación. La noticia más relevante del día. Por fin había sido localizado el avión en medio del Pacifico. Ninguna esperanza de posibles supervivientes. Una compañera me avisó de que alguien me esperaba en la recepción. Y allí estaba tu amigo, tu mejor amigo. Su cara, de color níveo, permitía leer el desasosiego. Las manos, trémulas, buscaban aferrarse a algo o a alguien. Sus ojos, licuados, como si estuvieran llenos de mar, ese mar que se le ahogaba en la garganta. Y esa boca, sin labios, borrados por el temblor, me balbuceó:
-No aparece. Su cuerpo no aparece, no hay supervivientes… Carol… Carol…
Yo intenté decirle que se equivocaba, que tú no ibas en ese avión… Pero no me escuchó.
-Yo mismo lo dejé en el aeropuerto, Carol…
-Hablé con él, esta misma mañana, te equivocas…
-Eso es imposible, Carol… Carol…
Busqué mi móvil, pero no había registro de tu llamada. Tu amigo lloró, lloró sin ocultación, “abriéndose al dolor como a un abrazo necesario”. Yo también me abrí a su dolor, y le tendí mis brazos. Mientras le consolaba, pensé que jamás me abandonarían: ni mi dolor, ni la tristeza de tu amigo, ni tu ausencia. La ausencia de Matías, “presente en todas partes como son las ausencias”.
-Él te quería, Carol… Te quería.
-Lo sé… Lo sé.
La novela va bien, eso ya lo sabes. La niña es muy guapa, me la traen a veces. No sé cuando me dejarán salir de aquí; el doctor se empeña en que debo perdonarte y dejarte marchar. No me entiende Matías, nadie me entiende: si te perdono, no me volverás a llamar… Volverás a llamar… a llamar… llamar… amar… amar… amar.

3 comentarios:

Riforfo Rex dijo...

La señorita Melinda ("Entre Fantasmas") estaría muy disgustada con esta mujer.

@j4vl dijo...

Fantástico relato, me encanta tu arquitectura. El cuento logra su objetivo con eficiencia. Sigue :))

Dulce dijo...

Me gustó el relato, y muchos de los que le acompañaron en el libro. Gracias.